Cuando una cosa no es solo una cosa
Haciendo un poco de limpieza en la oficina, me encontré con una pila de dibujos que me regalaron mis hijas, escondidos entre facturas y recibos dentro del placard.
Algunos, de los más elaborados, me sacaron una sonrisa y me llevaron directo al momento en que me los dieron. Otros… no tanto. Una hoja A4, con unas rayas de colores inentendibles —seguramente de cuando alguna tenía menos de dos años— que ya ni recuerdo cómo llegó ahí.
Así que decidí tirarla...
Y de repente, se desató una pulseada feroz en mi cabeza. La parte racional contra la emocional. La primera tenía argumentos de sobra: “son rayas sin sentido”, “ni sabés cuál de las dos lo hizo”, “ella ni se acuerda de haberlo dibujado”, “te regalan uno cada dos días”. La segunda, en cambio, no usaba palabras. Empujaba desde el cuerpo: una tensión incómoda que frenaba la mano justo antes de soltar el papel arriba de la papelera.
¿Cómo puede ser que cueste tanto deshacerse de un garabato?
Ahora imaginá esto: encuentro la misma hoja, con los mismos garabatos, pero mezclada entre apuntes viejos de la universidad. No tengo idea de cómo llegó ahí. Tampoco registro de cuándo la vi por última vez.
¿Habría pulseada?
Cero. La haría pelota con gusto y hasta intentaría clavar un triple en la papelera.
El mismo trozo de papel, dos realidades emocionales completamente opuestas.
En la superficie, los objetos parecen ser solo eso: objetos. Un auto, un mueble, una lapicera. Pero cuando analizo mi comportamiento, me doy cuenta de algo obvio y a la vez muy fácil de pasar por alto: una cosa no es una cosa.
Para mi cerebro, una cosa es lo que esa cosa representa para mí.
Yo no veo una hoja con garabatos. Veo recuerdos del crecimiento de mis hijas. Esa hoja invoca escenas de otra época, momentos que me conectan con lo lindo de esta vida. Por eso la resistencia. No estoy defendiendo el papel: estoy defendiendo mis memorias.
Pero la misma hoja, puesta en otro contexto, puede representar algo totalmente distinto. Entre mis apuntes universitarios, mi mente interpreta esas rayas como un joven Rodri probando lapiceras, no como la expresión artística de una hija. Y ahí sí, la suelto sin dudar.
Lo que la cosa representa determina la intensidad de la pulseada cuando esa cosa se ve amenazada.
Entonces, ¿qué hacemos para pulsear menos?
Cuando escribí esa pregunta sentí que algo no cerraba. La borré, pero decidí traerla igual porque revela el punto central.
Creo que el objetivo no debería ser eliminar las pulseadas. Dudo incluso que sea posible. Las riñas entre razón y emoción están en el corazón mismo de la experiencia humana. Y, en casos como el del dibujo, la pulseada es un síntoma de que hay sentido en tu vida. Hay cosas que despertaron tus mecanismos de defensa y que te disponen a proteger algo que considerás valioso.
Cada pulseada es una señal de que algo realmente te importa.
Lo que sí creo es que necesitamos prestar atención a nuestras pulseadas. Observarlas de cerca. Asegurarnos de que nazcan de algo que verdaderamente valoramos y no de una representación que absorbimos sin darnos cuenta.
A veces pulseamos en piloto automático, defendiendo cosas que representan lo que otros nos dijeron que tenían que representar. Y no nos tomamos ni un minuto para preguntarnos qué representan de verdad para nosotros.
Y es en ese minuto cuando dejamos de actuar un papel y empezamos a ser nosotros.
— Rodri

Para masticar...
¿Qué descubrirías sobre vos si prestaras atención a tus pulseadas?