Encantamiento

¿Por qué alguien haría, a propósito, algo que lo hace sentir miserable con tanta frecuencia?
Si mirás a tu alrededor, vas a notar que no es tan raro. Hay muchísima gente eligiendo actividades que, objetivamente, no son placenteras.
No hablo solo de los fanáticos del riesgo que escalan el Everest, cruzan la Antártida a pie o reman el Atlántico, cosas que suenan francamente horribles, sino de nosotros. Los de a pie. Los que llevamos vidas comunes y corrientes.
A nuestro alrededor hay personas que atraviesan el tedio para aprender a tocar el violín, que se caen una y otra vez intentando hacer trucos con el skate, que se rompen la cabeza tratando de resolver un problema científico, que aceptan liderar equipos (una tarea realmente difícil), o que se lanzan a emprender (una locura de difícil).
Mi forma elegida de sufrimiento es escribir. Hoy también es mi trabajo, así que obtengo recompensas externas por hacerlo. Pero escribía mucho antes de que hubiera plata de por medio, y estoy seguro de que voy a seguir escribiendo cuando deje de haberla. La motivación nunca fue el dinero.
Todas las mañanas, los siete días de la semana, me levanto y voy directo a mi escritorio a escribir mis 1.200 palabras. Llevo más de 40 años con la misma rutina. Y no, no disfruto escribir. Es difícil. Ansioso. Incierto. Encontrar la estructura adecuada para un texto es un laburo tremendo, y no se vuelve más fácil con el tiempo.
No me gusta escribir. Pero quiero escribir. Levantarme y sentarme a hacerlo es lo que hago. Es la actividad diaria que le da forma y sentido a mi vida. No la disfruto. Pero me importa.
A veces creemos que los humanos funcionamos con una lógica hedonista o utilitaria: buscamos placer, evitamos el dolor. Elegimos lo que tenga bajo esfuerzo y alto beneficio. Y muchas veces es cierto. Incluso tratamos de pensar lo menos posible para no gastar energía.
Pero esa lógica no aplica cuando se trata de lo verdaderamente importante. Cuando hablamos de vocación, familia, identidad, o cualquier cosa que nos dé un propósito, la ecuación cambia. Entra en juego otra lógica: la del deseo profundo, la del esfuerzo que duele pero también enciende.
Dicho de otra forma: usamos el análisis costo-beneficio cuando estamos en modo práctico. Pero nada grande se logra desde ahí. Las grandes cosas requieren otra disposición: un tipo de hechizo. Una idea, una actividad, algo que nos atrapa y nos hace arder por dentro.
Ese momento de embrujo puede ser sutil: Murakami ve un partido, alguien pega un doble, y de golpe se le ocurre escribir una novela. Tiene una pista cerca de casa, capaz podría empezar a correr. Sin planearlo, casi sin darse cuenta, se compromete. Una pasión tranquila se despierta. Un viaje difícil empieza.
Eso, la capacidad de ser tocado por algo, es un talento poco valorado. Hay personas que van por la vida con una especie de coraza. El colegio, el trabajo, los fueron entrenando para la eficiencia, para la productividad. Siempre corriendo. Sin margen para el asombro. Incapaces de ser sacudidos por algo que los desvíe.
Otras personas, en cambio, tienen una sensibilidad distinta. Son receptivas. Absorben. Se entusiasman. Están abiertas a ser sorprendidas. Y cuando algo las descoloca para bien, se detienen y piensan:
“¿Qué me está pidiendo esto?”.
Casi todos nuestros grandes viajes empiezan así: con una sorpresa. El asombro, decía Descartes, es “una sorpresa repentina del alma”.
— David Brooks
Para masticar...
¿Recordás el momento en que despertó tu interés por lo que hoy amás hacer?
Nuevo video: Tarántulas.