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Tarántula

Tarántula

Estaba apoyado en la mesada de la cocina de una casa de campo cuando noté, de reojo, que algo se movía...

Una sombra negra, como si algo caminara. Pensé que podría haber sido un reflejo o una confusión. Pero se volvió a mover. Giré la cabeza y lo confirmé: una tarántula.

Grande, peluda, caminando tranquila como si fuera su hogar. Puede ser algo cotidiano para quien vive en el campo, pero para mí, que soy un bicho de apartamento, fue todo lo contrario.

El tema estaba fresco. Unos días antes, volviendo de Carmelo tras una tormenta, habíamos visto al menos diez tarántulas cruzando la ruta. Así que, al verla ahí, a un metro mío, no fue sorpresa.

Mi esposa vino a la cocina. Ella odia las arañas, por lo que dudé si decirle o no, pero no me pude contener:

—¡Quedate allá, no vengas!

Enseguida captó el mensaje: estábamos acompañados.

Pasamos de charlar tranquilos a discutir, ya con nervios, qué hacer con la araña.

—¿La matamos?
—¿Y si se escapa?
—¿Y si se mete detrás de un mueble?
—¿Cómo dormimos después, sabiendo que está suelta?


Pensando en lo que pasó, hubo algo que no registré en el momento pero que después no me pude sacar de la cabeza.

Veníamos teniendo una noche tranquila, sin pensar en nada raro. Pero la tarántula ya estaba ahí. Si no la hubiéramos visto, habríamos dormido como siempre. Pero verla lo cambió todo.

Me vino a la cabeza una frase que me dijo un amigo:

“Si no lo ves, no existe”.

Y es tal cual. Hay cosas que pueden estar ahí desde hace rato, pero mientras no las registres, no te afectan. No te cambian el ánimo ni te ocupan la cabeza. Pero en cuanto aparecen, todo empieza a girar en torno a eso.

Y no solo pasa con tarántulas...

Estás teniendo un día tranquilo y, de golpe, ves que hubo un tsunami del otro lado del mundo. No podés hacer nada, pero de algún modo, la ola igual te alcanza. Te cambia el ánimo. Te deja raro.

O abrís la app de inversiones y mirás el precio de una acción que no pensabas vender. Según tu plan, era para el largo plazo. Pero al verla en rojo, te empezás a inquietar. Dudás. Aunque nada haya cambiado, solo ese dato que no necesitabas ver alcanza para que se active la ansiedad.

Hasta hace un rato, ni lo sabías. Y por eso estabas en paz.

Entonces, ¿hasta qué punto vale la pena enterarse de ciertas cosas? Porque a veces, saber no nos da claridad ni poder de decisión. Solo nos altera.

También me pasó con mosquitos. Te despertás con un zumbido y listo. Te sentás en la cama, prendés la luz, y pasás media hora revisando cada rincón. No porque el mosquito vaya a hacerte algo grave, sino porque ahora sabés que está. Y mientras esté, no hay paz.

Con la tarántula fue lo mismo. Y esa misma noche me di cuenta de otra cosa...

Cuando le dije a mi esposa que no se acercara, fue por miedo. Fue mi Bestia la que habló. No pude domarla. Le pasé mi miedo sin filtro, y ella también se asustó. Su Bestia se despertó al contacto con la mía.

Esa parte nuestra que se deja llevar, que actúa por impulso o desde el susto, tiende a resonar con la del otro. Y si no la detenemos a tiempo, se arma lío. En vez de cuidar, asustamos. En vez de calmar, agitamos.

Las bestias se atraen...

Entonces, ¿qué hacemos con las “tarántulas”?

Porque algunas hay que verlas. Si el riesgo es real, si son venenosas, es mejor enterarse. Pero hay otras que no te iban a hacer nada… hasta que las miraste. Y ahora no te dejan dormir tranquilo.

No todo tiene que salir a la luz.

Hay cosas que conviene ver. Y otras, mejor dejarlas pasar.

Para masticar...

¿Qué cosas estás mirando que, si no las vieras, te dejarían vivir más en paz?