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¿Pasta o pollo?

¿Pasta o pollo?

Estoy volando.

Mi pie derecho, recto como una regla, invade tímidamente el pasillo central de la cabina, mientras que el izquierdo descansa descalzo sobre la mochila debajo del asiento delantero. Los ojos cerrados hace rato. Creo estar dormido, aunque no podría asegurarlo.

Una voz suave me sacó del estado de sedación, justo cuando cabeceaba el respaldo:

“¿Pasta o pollo?”

Un dolor repentino provocó que mi primer instinto fuera presionar mi cuello con los dedos; se sentía firme, como un trozo de carne bien cocido. Enderecé el asiento, desplegué la mesa y, con una sonrisa creciente dibujándose en mi cara, balbuceé mi respuesta: “Pollo, por favor”.

Una playlist de Spotify sonaba a través de mis auriculares inalámbricos con cancelación de sonido, diseñados específicamente para este momento. Coloqué la bandeja de comida con cuidado sobre la mesa, asegurándome de que quedara centrada y paralela a los bordes. Tomé un sorbo minúsculo de mi vaso de vino tinto y lo degusté lentamente, marcando así el inicio del banquete.


De entrada, una lonja de pan con caricias de manteca. Es imposible notar que se trata de uno de esos panes preenvasados en plástico, típicos de las paneras de una parrillada berreta. Tras disfrutar de tres o cuatro canciones, continúo saboreando el manjar. Todavía no logro identificar lo que contiene el recipiente cuadrado. ¿Será una ensalada? ¿Quizás algo frutal? Como quedan varias horas de vuelo, prefiero no arriesgarme a probarlo.

Otro sorbo de vino tinto da paso al plato principal. Mis latidos se aceleran al anticipar lo que se esconde bajo el forro de aluminio del plato rectangular. Me pregunto cómo se verá, ¿estará rico? Formo pinzas con los dedos índice y pulgar de cada mano, como las de un cangrejo, y pellizco cuidadosamente los vértices derechos de la tapa. Respiro hondo y, con la destreza de un mago al manipular sus pañuelos, la retiro hacia mi izquierda.

Pollo, “a secas”. Realmente no podría describir qué lo acompaña.

Sin embargo, esto no es necesariamente malo. En este contexto, el misterio supera a la certeza. Me lleva a usar los cubiertos como si fuera un cirujano con sus herramientas, maniobrando el contenido para separar cuidadosamente lo conocido de lo desconocido. Disfruto del arte de descifrar el plato.

Me encanta sumergirme por completo en una tarea. El mundo a mi alrededor desaparece, pierdo la noción del tiempo y logro una inmersión total. Sin embargo, las distracciones y la procrastinación a menudo complican este estado de concentración absoluta. Aun así, cada vez que en un vuelo escucho “¿Pasta o Pollo?”, consigo sumergirme como nunca.

¿Habrá hongos escondidos en la comida?

Quizás, pero si es así, dudo que sean alucinógenos. Creo que la verdadera cuestión es el contexto específico del momento. Me encuentro a bordo de una cápsula a miles de metros de altura. Las turbulencias, especialmente si son intensas, me causan temor. Sin acceso a internet y con al menos seis horas restantes de vuelo, mi necesidad de entretenimiento es urgente. Necesito que pase el tiempo, mientras no logro conciliar el sueño.

En estas circunstancias, el acto de comer adquiere un significado más profundo. “Pasta o pollo” no es solo una pregunta; es un llamado a la aventura, una oportunidad única para transformar un periodo de aburrimiento en un instante de placer, una ocasión para olvidar, aunque sea brevemente, la noción del tiempo.

Al igual que alguien a dieta puede ver una simple galleta al agua como un manjar, o un preso puede sentir en una caminata de cinco minutos por el patio el sabor de la libertad, el contexto determina los ojos con los que vemos.

¿Será que si reformulo el contexto que me rodea, daré luz a las oportunidades que hoy no se presentan?

Para masticar...